Época de alergias.
De pequeña no tenía alergias pero un día, ¡boom!, estábamos en la playa de As Sinas en Villagarcía y me salió un brote horrible que tuvieron que frenar en urgencias. Alergia al sol. ¿Qué se iba a esperar de tal blanco nuclear?
Muchos años después, ya viviendo en Madrid, en una analítica rutinaria mi doctora me marcó a lo perro la casilla de las alergias. Canté línea. No quise escucharlas todas. Sé que poseo algún clásico como a los ácaros pero yo donde realmente sufrí fue al escuchar: “a los perros y a los gatos, sobre todo a los gatos aunque no te recomiendo tener perro tampoco”. ¿Perdona? Me negué a aceptar este resultado sin pelear. Durante años intenté ponerme a prueba rascando a gatos ajenos y luego llevándome las manos a los ojos. El 100% de las pruebas del estudio fueron un rotundo fracaso. Pocas veces vi la muerte tan cerca. Con los perros, sin embargo, había indicios de supervivencia aunque yo quiero pensar que Viña llegó para obrar un milagro.
En ese tiempo en Madrid también desarrollé otras alergias: a la ultraderecha, a los apellidos muy compuestos, a los salarios de mierda, a trabajar los fines de semana, al cutrerío, a la shisha, a los locales de shisha de mi barrio, al pantano de San Juan, al “Madrid vacío en agosto es genial”, al Perrachica, al pan congelado de 0,25 céntimos, al tomate de nevera, al TGB de Malasaña y, por supuesto, a hacer la compra de la semana el domingo por la noche en el Carrefour Express.
Este año en Mallorca he descubierto que tengo otra alergia más, esta vez a los olivos en flor. Desconocía yo este dato. Puede que la doctora me lo diese en su día, puede que no, como gallega tampoco tenía tanta relevancia. Sin embargo, siento que hay cositas que han mejorado mucho durante mi estancia aquí. Yo misma me había autodiagnosticado algunas alergias que creo que ya no me van a generar sarpullido nunca más: alergia a la gente que no tiene valores, a la gente que no se compromete; a aquella que le gusta mucho recibir pero muy poquito dar, a los que se pasan de listos, a los que hacen honor a aquello de que la ignorancia es muy osada, a los falsos, a los interesados, a los abusones, a los que dicen que son tus amigos pero no se alegran de lo bueno que te pasa, a los que no dicen la verdad, a los que no se posicionan y, por supuesto, a los que te dicen que te quieren pero no te quieren una mierda.
Durante un tiempo, siento que hice con ellos algo parecido a lo que hacía con los gatos. Me empeñé en convivir con esas personas por temor a perderlas. Me acercaba a ellos una y otra vez y, luego, me llevaba las manos a los ojos. El resultado era el mismo, aunque a los ojos llorosos le teníamos que sumar una tremenda presión en el diafragma que no me dejaba respirar y que me cerraba la boca del estómago a la hora de comer.
Ahora estoy feliz porque veo progresos. Ya no tengo los ojos tan hinchados y puedo distinguir a la perfección cuando me acerco a uno de estos alérgenos y, además, desde que me echo a diario la crema de la indiferencia parece que tengo la piel más dura. ¿Para qué convivir con lo que nos hace daño? Creo que solo los gatos se merecen que yo lo siga intentando.
Estoy deseando que llegue el verano y se me pasen todas las alergias.