Gato.
Anteayer le decía a Pablo que no hiciese tan pronto su post de balance del año en Instagram porque todavía faltaban ocho días para despedir el 2022 y una nunca sabe qué acontecimientos le pueden pasar en ese corto periodo de tiempo. Se lo decía porque hacía un par de horas que yo había añadido un nuevo hito a la lista.
Al poco tiempo de mudarnos a Mallorca, adoptamos como vecinos a una familia de gatos: una madre soltera con tres bebés. A todos les puse de nombre Fernando. Esto era una forma estúpida de protegerme ante posibles desenlaces fatales. Yo tampoco venía por mucho tiempo y suponía que ellos estarían en el mismo punto de la vida. Hoy estamos aquí y mañana allá, ya sabes. No llevo bien decir adiós a personas, animales, lugares o cosas por lo que llamarles Fernando me parecía cariñoso aunque distante. Parecía perfecto.
Les compramos pienso para recién nacidos y yo le renovaba el agua cada mañana. Un agua que empecé poniéndoles a varias decenas de metros de mi casa, por la misma razón que los llamaba Fernando, y que terminé depositando en un cuenco en el cemento de la entrada. Una noche intuimos que habían dejado de tenernos miedo y decidimos echarle pienso a nuestro lado. El cielo de Madrid tiene un rosa especial y el de Mallorca todas las estrellas del firmamento. Con todos los astros de testigo y abrazados por lo sobrecogido de la escena, aquella noche nos permitieron cenar con ellos. Meses después algunos se fueron de Erasmus y solo un Fernando sigue rondando a día de hoy nuestra casa. Tuvimos que dejar de darles de comer puesto que hay una vecina que lo hace mejor que nosotros y así evitábamos que nuestra perra siguiese dándose grandes manjares de heces felinas cuando salía a pasear.
Vivo en un pueblo turístico y lleno de gente todo el verano pero cuando las temperaturas bajan también se baja el telón, el público se va a brindar con los actores principales y aquí solo quedamos los figurantes y el atrezo. Un día del pasado invierno escuché un gato llorar a lo lejos. En el más absoluto silencio de la soledad de este barrio percibo cualquier ruido a menos de un kilómetro. Allá me fui con mi pijama gris de osos polares a ver qué sucedía esta vez. No era la primera vez que salía de esa forma para discutir con los que me habían cortado el agua sin previo aviso o en busca del cazador que pegaba tiros al lado de nuestra finca. ¡Mallorca! Esta vez descubrí la magnífica Can Cat, permíteme que la llame así. Era la casa de algún extranjero que no había vuelto tras la pandemia y que había sido alquilada por una familia de gatos con muy poco tiempo de vida. Otra vez eran tres hermanos. Uno de ellos estaba encerrado en un transportín y lloraba pidiendo ayuda a los otros dos que rondaban la casa en busca de ayuda. Me volví loca por sacarlo de allí. ¿Quién lo había atrapado? Tenía que liberarlo. Tras tocar a varias puertas en busca de ayuda, una vecina me explicó que estaba allí porque le habían conseguido una casa. ¿Una casa? Si ya tenía una a medias con sus hermanos. ¿Él sí y los otros no? ¿Cómo le explicaba yo eso a los que se quedaban? Mirad, vuestro hermano ha sido elegido pero vosotros no cruzáis la pasarela, lo siento. Selección natural, ya sabéis. Él irá a Harvard gracias a su nueva familia pero vosotros tendréis que malvivir con cuatro trabajos a la vez para pagaros la universidad pública el día de mañana. Eso si no acabáis antes en la calle, ¡ah no! que ya lo estáis ¡Qué horror! Al día siguiente nadie lloraba...solo algo en el fondo de mi alma que me decía que dejase de mirar hacia otro lado. Yo traía conmigo un pensamiento donde los gatos y los perros se refugiaban en protectoras hasta que se les diese una vida mejor y que aunque mis vecinos no parecían estar mal no tenían el calor ni el cariño de un hogar. ¿Qué me estaba pasando para convivir con aquello con total resignación? Al llegar a este lugar tuve un choque cultural tan fuerte que, una vez más, por egoísta protección decidí que aquella guerra era tan grande de lidiar que era mejor que no meterse. Yo era una forastera que no compartía ciertos valores y tradiciones arraigadas a una cultura que estaba descubriendo pero, al fin y al cabo, estaba de paso y venía con mi propia mochila muy cargada así que pensé que mientras no estuviese fuerte emocionalmente era mejor mirar para otro lado.
A la hermana del futuro estudiante de Harvard le puse Blanca Nieves. Sé que el ingenio brilló por su ausencia en esta decisión puesto que era una gata completamente blanca y limpia que se contoneaba por la calle de una forma gamberra y divertida. El tema es que en este año y medio pasé de llamarles a todos Fernando a irme acercando y bautizar a cada uno de los que veía con lo primero que se me ocurría: a Blanca Nieves, a El Caganer (por el tremendo regalo que nos dejó una vez en la repisa de la ventana), a Los Gruñones (por su mal genio), a La Vaca (un gato blanco de manchas negras), a Garfield (por su gran parecido al famoso y sus gordos mofletes) y a un largo número de gatos vecinos que voy descubriendo. Me siento un poco como las protectoras que no pueden repetir nombre para todos los perros que recogen y se ven abocados a llamarlos con temáticas de la estación del año donde los encuentran, de series de televisión o con nombres de alimentos.
Al hermano de Blanca Nieves no le puse nombre. Aunque tenía algo muy atrayente para mí, parecía que él quería pasar desapercibido y yo quise respetar su voluntad. Llamémosle Gato. Creo que dormía en Can Cat y trabajaba desde muy temprano en una finca con una obra a medio construir donde luce una vaya promocional en la que se ve la casa ya acabada con huéspedes tomando el sol en el jardín y una pareja haciendo turismo por dentro del recinto privado con el bolso y la cámara colgados y todo. ¡Qué inescrutables son los caminos del Photoshop!
Hace un par de meses empezamos a hacer una ruta cada mañana para que la perra hiciese ejercicio y para poder hablar de temas difíciles de una forma más amigable. Cada mañana me encontraba con Gato y cruzaba unas palabras con él. Me hacía feliz verlo. Lo saludaba, le hacía un par de preguntas e, incluso, lo hacía testigo de mis bailes mañaneros. Tampoco teníamos una relación tan cercana pero nos gustaba vernos. Un par de semanas atrás empecé a temer que algo malo sucediese. Una es meiga por procedencia, no hace falta que por convicción. Noté una larga ausencia de su hermana con la que él siempre estaba al sol. Alguna que otra vez me descubrí a mi misma diciéndole en voz alta si sabía dónde podía estar o que no se preocupase que yo sabía que pronto volvería. Al fin la vimos esta semana rondando nuestra calle. Respiré. No sabes cuánto respiré.
Sin embargo, a la mañana siguiente salimos felices de casa rumbo a la playa antes de ir a comprar la cena de Navidad, un poco tarde para mi gusto dejar estas tareas para el último momento porque ya no queda nada de lo que necesitas y los precios se ponen por las nube, y al cruzar la calle en coche y virar la vista a la derecha descubrí a Gato tirado en medio de la carretera. No estaba durmiendo al sol. Grité un ¡NOOOOOOO! tan en mayúsculas como me dio la garganta y automáticamente mi cuerpo pasó a ser controlado por mi verdadero instinto, por mi verdadero ser. Le dije al resto que no saliesen del coche para protegerlos de aquella escena y salté corriendo a por él con la certeza de que mi día ya no iba ser como lo había planeado y que ahora tendría que llevar a Gato al veterinario, cuidarlo y, muy posiblemente, adoptarlo antes de ponerle un nombre definitivo. También me dio tiempo a recordar que era alérgica a los gatos y qué tendría que ver cómo iba a convivir todo aquello. Al acercarme supe que llegaba tarde. Intuía que acababa de pasar pero Gato ya no estaba allí. Lo toque con el mayor respeto que un ser vivo puede tener por otro en un momento de vulnerabilidad como aquel para comprobar que su corazón ya no latía. Gato era un peluche suave y sedoso, mucho más grande de lo que había intuido hasta entonces. Fue agradable y demoledor.
Rompí a llorar como llora una persona cuando pierde a otra. Grité de dolor en medio de la calle. No conocía a Gato de nada pero era mi vecino y nos saludábamos cada mañana. Nadie se merece ser abandonado en medio de una carretera tras ser atropellado. Pensé que si alguien venía asustado por mis llantos y me decía “mujer, si es solo un gato” le gritaría e insultaría con rabia. No pasó. Manuel terminó protegiéndome a mí porque yo no estaba para proteger a nadie. Sentía que no había protegido a Gato, ni a su hermana, ni a ningún Fernando en todo ese tiempo. Había sido una estúpida urbanita en el campo. Del dolor pasé a la ira y al odio por el lugar que habito desde ya hace tanto tiempo, lleno de seres que considero de un mundo pasado que no debería volver. De la ira pasé a la culpa por haber estado mirando para otro lado tanto tiempo.
Esa misma mañana enterramos dignamente a Gato en nuestra finca, en un lugar donde pasan las cosas importantes de esta casa. Volqué toda mi rabia y fuerza en cavar un hueco en la mejor tierra que encontramos y recogí unas flores para pornérselas a su lado y que sintiese que no iba a estar en un lugar horrible. Cavé sin técnica pero sí con alma. Antes de irme y decirle adiós como hacía cada mañana sentí que tenía que hablar en voz alta por si todavía me escuchaba. Quise hablarme en voz alta para ver si esta vez yo me escuchaba. Le pedí disculpas, le di las gracias y le prometí que su muerte no sería en vano. Esta frase sale mucho por la televisión cuando suceden asesinatos que descolocan a toda la población para expresar que la sociedad está en constante evolución y que a partir de ese momento habrá alguien que canalizará su dolor en energía positiva para cambiar las cosas y que eso no vuelva a suceder nunca más. La muerte de Gato ha sido un accidente pero todos los demás acontecimientos que han desencadenado este final no lo han sido y yo no quiero seguir mirando para otro lado. Este día y el propio Gato se merecen estar en mi balance del año para recordármelo.
No se me va de la cabeza la imagen de un ser frágil y angelical tirado en medio de la carretera abandonado por alguien que se dio a la fuga tras arrebatarle la vida. A veces veo a Gato y otras muchas veces me veo a mí.
¡Qué vida más perra, Gato!