La línea que separa la cordura de perder el control absoluto de tus actos es muy delgada y, además, se reduce en contextos muy concretos. Muchas veces eres víctima de las circunstancias. Hay momentos o lugares en los que ya sabes que debes tener el doble de fuerza para luchar y mantenerte en tu lado de la raya.
La semana pasada cogimos cuatro vuelos en 48 horas. Todos cortos e indoloros, al menos a primera vista. Nuestro último vuelo era París-Mallorca, volvíamos de París felices tras comer en todos los lugares que nos gustan y con la alegre certeza de que en nuestra maleta había más gluten y lactosa que poliéster. Aterrizamos antes de tiempo con un sol primaveral que deslumbraba, lo que incitó a algún romántico a aplaudirle al piloto como en antaño. En mis oídos, el final de uno de esos podcast que escucho ahora. “Manténgase en sus asientos, por favor”, “manténgase en sus asientos, por favor”, “manténgase en sus asientos, por favor”. Tarde. Ya estaban todos de pie abriendo los compartimentos del equipaje y posando las maletas sobre las cabezas de sus compañeros de al lado si hacía falta. En ese momento los aviones se estrechan para joderte aún más. Me fijé en que, de repente, todos llevaban taparrabos y flechas y estaban confiados en que debían regirse por la ley del más fuerte. Las azafatas con uniformes de safari seguían insistiendo por el altavoz a las bestias; los bebés que están a bordo comenzaron a llorar porque, como los perros, detectan el drama antes de que suceda. Mi modo aislamiento de los cascos se desactivó de golpe con el codazo de otro pasajero que necesitaba ponerse urgentemente el abrigo de paño que había llevado para visitar un gélido París por encima del taparrabos, aunque ya estuviésemos en una primaveral Palma de Mallorca. ¿Abrirán por delante o saldremos también por detrás? ¿Por qué no abren? ¿A qué narices están esperando? La gente se desconcierta y, ante la duda, gira su cabeza hacia un lado y hacia otro. Algunos son capaces de girarla 360 grados. Aquello era una olla a presión. En ese momento, cuanto más próximo estás a la puerta mejor, menos tiempo que tendrás que aguantar la respiración antes de salir. La gente paga asientos muy caros para estar delante a la hora de la apertura de puertas y no tener que presenciar un momento que muestra tan de lleno la estupidez del ser humano. Yo no pagué. Allí estaba en la fila 25. Una bocanada de aire y luz me indicaron que el pasillo estaba despejado, era nuestro turno. Avancé lenta, ocupando todo el ancho del pasillo inflada por el éxito que sentía al no haber perdido mi dignidad ni un solo instante durante aquel aterrizaje. Empecé a notar el aliento de alguien en mi nuca. Me daba mucho calor. Escuchaba su respiración por encima de la mía; acelerada pero profunda. Un chico rubio de unos 30 años que viajaba solo trataba de adelantarme por la derecha en un pasillo que tiene un único carril. Asomaba su cabeza por encima de los asientos constantemente como hacen los coches que quieren adelantar a un camión y no tienen visibilidad. Frené en seco. Vi como saltaba por encima de los asientos agarrándose a los cinturones como si fuesen lianas. Se perdió en la lejanía. Calma otra vez.
No pasó lo mismo en París. Nos subimos a un taxi con urgencia rumbo al hotel. Íbamos tres en la parte de atrás. Nos tocó un hombre, a priori, elegante, con un sello de oro llamativo y un traje azul marino. Aún no habíamos cruzado República cuando empezó a chupar un palillo haciendo honor a otro de sus nombres: escarbadientes. Ese ruido comenzó a amplificarse. Sonaba más allá de su boca y nuestro taxi, sonaba hasta por los altavoces de la plaza. Chupar, mascar, chupar, mascar, chupar, mascar, respirar. Incesante y siempre a ritmo siguió sonando mientras nos encaminábamos por los Grandes Bulevares. El tiempo se detuvo cuando trato de escupir algún antiguo tesoro que había encontrado sin ser consciente de que la ventanilla seguía cerrada. Aquel objeto no identificado se pegó al cristal impregnando el olor del coche y sobreponiéndose al paisaje. Los últimos metros fueron largos. La gente apuraba más a pie, era esa sensación de haberte equivocado como cuando escoges ir por la cinta en el aeropuerto pero el de delante no sabe que debe echarse a la derecha y tú, con prisa, ves pasar a los que van andando a toda velocidad por tu lado. “Déjenos aquí, nos viene bien esta esquina” “¡Insisto!”. Mientras se encendía el datáfono también se encendió la parte baja de su intestino. El viaje había llegado a su fin tanto para nosotros como para el plato de curry que se había metido él. Como si del acto final de una pieza de ópera se tratase un estruendo nos sorprendió a todos. Aquel olor putrefacto tiñó el coche de un color entre verde y marrón. Mientras el datáfono seguía pensando si aceptar nuestra tarjeta o no. Una vez más, el olor corría más que nosotros. Empezamos a gritar y a golpear las ventanillas con los puños. Como zombie infectada buscaba venganza. Con su mismo palillo hice palanca y le saqué el ojo de la cuenca. ¡Click! Tarjeta aceptada. “Merci! Bon journe!” La opera finalizó y comenzó a sonar Flowers de Miley Cyrus en toda la calle.
Los contextos, a veces, son bombas de relojería a punto de estallar. Y en esas circunstancias tú no puedes hacer otra cosa más que dar espectáculo. El público te lo está pidiendo, tu alma te lo está pidiendo. Pensemos en Gran Hermano. Una casa con 12 personas que no se conocen a las que meten a convivir 24h tras 24h, aislados del exterior, sin reloj, con poca comida y procurando siempre que tengan un mal dormir. “¡¿Quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza? ¿Quién?”
Me ha encantado, Marta. Gracias por estos momentos.