Un día como otro cualquiera. Ahora lo es. Cuando tenía tres, cuatro, cinco, seis y siete años me pasaba varios días en el colegio haciendo una manualidad junto a mis compañeros para el Día del Padre (un día con mayúsculas para todos ellos). Recuerdo una mariquita para colgar en el coche hecha con cáscara de nuez y fieltro rojo y negro. “Yo no tengo a quien dárselo, no quiero hacerlo.” “¿No tienes un hombre cerca al que poder regalárselo? Puedes dárselo a tu abuelo. Hacer lo vas a tener que hacer.” Yo volvía a casa y se lo daba a mi querido A. siempre con un sentimiento de vergüenza e incomodidad. No era mi padre, no era mi abuelo, no era de mi sangre pero era un hombre que me quería. La sociedad me lo convalidaba por bueno. Los dos sabíamos que ese no era su día, que ese no era su regalo y que aquel ritual no era cómodo para ninguno debido a que había un vacío que sentíamos que teníamos que rellenar como se rellena un pavo en Navidad. Ese día reinaba el silencio en mi casa.
No celebro el Día del Padre porque no siento que haya tenido uno. No me malinterpretes, no soy Eva naciendo de una costilla, pero en mi realidad no ha estado esa figura. Ni el día ni el padre. Esa realidad sí está muy presente para el resto y por eso, durante años me dio vergüenza conocer a gente nueva porque tarde o temprano me preguntarían por mi familia, siempre lo hacían, y tendría que contarles otra vez más que no conocía a mi progenitor. En aquel entonces, me preocupaba mucho por dejarles claro que esa persona sí existía, que un día mi familia había sido feliz y que yo era fruto del amor como todos ellos. Todo aquello había sucedido en un país lejano por lo que les sería muy difícil corroborar mi historia. “Sé quién es pero no lo conozco”, “He visto fotos pero no lo conozco”, “Me han hablado de él mucho pero no lo termino de conocer”. Cuando me pedían que dibujase a mi familia siempre lo incluía pero lo separaba con una raya porque “estaba lejos”. Me daba vergüenza. Como si la culpa fuese mía. Como si yo hubiese hecho algo malo. Como si fuese una mancha en mi impecable expediente.
En el diccionario yo provengo una familia desestructurada y nada bueno se le augura a esa pobre gente. Con quince años un psicólogo de la Seguridad Social me hizo un test de sí o no y me dijo que de mayor sería promiscua y mis relaciones con los hombres fracasarían porque estaría buscando en todos ellos el cariño de mi padre. Mi madre y yo nos levantamos de la silla de aquella consulta con suma dignidad y nos fuimos a comer una hamburguesa de pollo con patatas al Mac Burger de Santiago. No volvimos a mencionar el tema.
Hay veces en la vida que es el propio transcurso de la misma la que te exige un padre y no tú, por muy retorcido que parezca. Mi madre me quiso bautizar y tuvo serios problemas para hacerlo porque en aquella ceremonia no habría un hombre con ella al lado. Esto se repitió con la Comunión. Por tanto, cuando alguien pensaba en mi boda me salían padrinos de debajo de las piedras. “Tu padre no está pero aquí estoy yo.” “Ahora tienes diez años pero si algún día te quieres casar, que lo harás, tú tranquila que al altar no faltará quien te lleve”. ¡Tranquilísima estaba yo! Mucha gente ha querido siempre llenar un vacío que a mí no me hacía daño por vacío si no por intento de relleno. No necesité que nadie me llevase al altar cuando me casé.
Como si fuesen férreas teorías, hay otra vertiente que quita el foco de tu padre y lo pone en tu madre. Al haberte criado sola, tu madre es padre y madre. Este título también te lo convalida la sociedad. Volvemos otra vez a rellenar el pavo. El vacío y la ausencia crea malestar e incomodidad en las personas. El vacío es rechazo. El vacío es dolor. Hay que rellenarlo. Mi madre no es mi padre, es una mujer que me sacó adelante por sí misma (que no sola), y eso es suficiente título, no hay que adornarlo más. Me crié en un matriarcado, en una casa habitada por tres mujeres y una perra. Siento que la impuesta ausencia de una figura masculina en aquel hogar me ha cargado de libertad y empoderamiento, como cargó a mi madre y como antes también cargó a mi abuela.
Recuerdo alguna conversación con mi padre al teléfono. Recuerdo el momento y lo que sentía pero no lo que decía o escuchaba. Todavía llevaba muy pocos años en esta vida como para recordarlo. Como todas, esta también fue una relación de dos donde yo decidí a una edad muy temprana que tenía algo que decir. Asumí un rol que no me correspondía y un día pedí no volver a ponerme al teléfono porque no me nacía. Como no le había nacido a él todo lo demás. Creo que aquella decisión la tomé cuando todavía no sabía andar en bicicleta sin ruedines. Nunca me arrepentí. Asumí el vacío.
Debería empezar a comer pavo el Día del Padre. No sé, por otra parte no me convence. No me gusta el pavo.
Ha sido real y dentro de toda esa verdad ha habido belleza, enhorabuena por el texto y por las decisiones propias. Y simplemente gracias ♥️
Marta piel chinita, me sacaste lágrimas.
Precioso